Un hombre de cincuenta y tantos años llamado Juan, vive una vida normal, pero su situación económica no es la mejor: tiene que pagarle la universidad a su hija, y su hijo se está divorciando y está perdiendo su casa.
Además, Juan acaba de perder a su esposa, la cual luchó una larga lucha contra el cáncer; y para acabar de joder las cosas, el hijo menor de la pareja acaba de suicidarse, porque llevaba una vida de adicciones y al final no pudo salir de ellas.
Hace un par de meses, despidieron a Juan de su trabajo, y ahora tiene que trabajar como conductor del metro.
Juan trabaja dobles turnos, y ha tenido que vender casi todas sus posesiones materiales para salir a flote.
Lo único que Juan quiere es poder ayudar a lo que le queda de familia, y verlos salir adelante antes de partir de esta miserable vida que el destino le puso en frente; sin embargo, las largas horas de trabajo pronto empiezan a afectar a Juan: no duerme ni come bien, y cada vez se ve más exhausto.
Eventualmente, Juan no puede más y sucumbe ante el cansancio: se queda dormido unos segundos mientras maneja el metro, y se estrella contra otro tren.
Milagrosamente, Juan sobrevive, pero su descuido le cuesta la vida a ciento sesenta y cuatro pasajeros, además de dejar en estado de coma a 4 niños que estaban sentados en la parte de atrás del tren.
En cuanto Juan sale del hospital, descubre que la ciudad lo demandó, y le exige su renuncia.
Pasan unos cuantos meses, y la falta de trabajo y de dinero hace que la familia de Juan no pueda soportar más.
El hijo se suicida una semana después de haber sido acusado de golpear y violar a su ex-esposa, y la hija es hospitalizada después de haber colapsado de estrés. Horas más tarde, la darán de baja de la universidad por no haber podido cumplir con los pagos.
Furiosa y decepcionada, insulta a Juan, y promete dejar de hablarle para siempre, por no haber podido ayudarla a terminar su educación.
Desesperado por conseguir dinero, Juan se convierte en asaltante, pero en su primer asalto accidentalmente acuchilla y mata a su víctima.
Es encarcelado.
Juan sabe que no hay nada para él de ningún lado de los barrotes, así que empieza a investigar cómo puede terminarlo todo.
Después de varias semanas de fingir tendencias homicidas y psicosis extrema, el estado decide que lo mejor es ejecutar a Juan antes de que haga más daño.
Lo sentencian a la silla eléctrica.
Esto es lo que Juan estaba esperando: un final para esta horrible decepción llamada vida.
Cuando se acerca el tiempo de morir, Juan pide pollo al limón como su última cena, esperando que al menos le sepa parecido al que le hacía su esposa en tiempos más felices.
No sabe igual; es insípido y triste.
Juan llora al darse cuenta de que hasta en sus últimos momentos todo lo que le rodea es decepción y fracaso.
Al otro día, llevan a Juan a la silla eléctrica, lo sientan y lo amarran.
En lo único en que puede pensar Juan, es en el pedazo de pollo que tiene atorado en la muela; una muela cariada y podrida, después de muchos años de descuido.
De repente tiene sed, y recuerda que nunca se terminó lo que fue su último vaso de agua.
Mientras un cura le lee sus últimas plegarias, Juan se suelta a llorar desconsoladamente:
Llora por su familia, a la cual nunca pudo cuidar y proteger como hubiera querido.
Llora por su esposa, la cual nunca llevó la vida que merecía.
Llora por sus hijos muertos, y espera que cuando se los encuentre del otro lado, lo hayan perdonado por todo lo que hizo.
Llora por toda la gente inocente que murió por culpa del par de segundos en los que se quedó dormido detrás del volante del metro.
De repente, Juan recuerda su infancia, esos años felices en los que él corría descalzo en el jardín, y su madre lo llamaba sonriente.
"¿Algunas últimas palabras?"
Una voz lo trae de regreso a la realidad, y se da cuenta de que el verdugo está a punto de bajar la palanca que lo electrocutará.
Juan lo mira fijamente, y después alza su mirada y se le queda viendo al único foco que hay en la habitación, iluminándolo todo como un halo divino que juzga todo lo que fue su vida.
"No", dice Juan, sorprendido por el sonido de su propia voz. Es débil y triste: como el sonido de un papel viejo que es tirado a la calle.
Un ruido sordo se escucha cuando el verdugo baja la palanca.
Juan empieza a convulsionarse, sintiendo toda la electricidad fluir por su cuerpo.
Sus brazos y piernas se contraen, y su mueca refleja el dolor más extremo que alguien puede sentir.
Aprieta sus ojos mientras siente unas lágrimas resbalarle por el rostro, dirigiéndose hacia su boca.
Su última sensación será el sabor de su propia cobardía.
Se hace un silencio que parece resonar por toda una eternidad.
Es entonces cuando Juan se da cuenta de que no ha muerto, a pesar de toda la electricidad que pasó por su cuerpo.
Era un mal conductor.