La marea subió aquella noche y nadie pudo explicarse por qué.
La gente caminaba rápidamente por el malecón, ocupándose de sus asuntos, sin tomarse el tiempo para voltear hacia arriba y darse cuenta de que la Luna estaba más redonda y más cerca que nunca.
Llevaba catorce días de haber aparecido en este mundo, y sabía que sólo le quedaban catorce más. Catorce días sin haber podido hablar con su amado. Catorce días de sentir que moría lentamente.
Desde su primer día en este mundo, Luna supo que había nacido para amar; para entregarse a ese maravilloso sentimiento que llenaba de vida todo lo que tocaba, para juntar su alma con la de otro ser.
Y también, desde que nació, Luna supo exactamente quién era ese otro ser.
Cuando abrió los ojos por primera vez, Luna vio un resplandor naranja que la llenó de calor, pero tan repentinamente como había aparecido, esa luz también se había esfumado, llevándose con ella la esperanza y el color.
Luna pasó su primera noche llorando, porque a pesar de que era nueva en este mundo, sintió que había perdido lo que más le importaba. Sin embargo, justo cuando estaba quedándose dormida, pudo ver ese mismo resplandor naranja, volviéndose más y más fuerte a cada minuto.
Luna se quedó dormida al calor de aquella luz magistral.
Noche tras noche, Luna despertaba justo a tiempo para ver aquél destello apagarse, y se quedaba dormida cuando empezaba a sentir su calor.
Con los días y la experiencia, Luna supo que amaba a quien fuera que produjera ese resplandor tan hermoso; pero por más que trataba de quedarse despierta para conocer a ese ser tan maravilloso; los azules ojos de Luna se cerraban antes de que pudiera verlo aunque fuera un segundo; el mágico segundo que requiere el amor verdadero para nacer de una vez y para siempre.
Y así habían pasado catorce días, y Luna sabía que pronto moriría y tendría darle paso a una nueva Luna a que probara la belleza de este mundo, a que inspirara sonatas bellísimas, a que llenara de nostalgia los corazones de los hombres, y a permitir que nuevas vidas brotaran bajo las noches, alumbradas por ella; siempre por ella.
Luna estaba desapareciendo poco a poco, volviéndose más etérea con cada noche que pasaba, y aunque estaba segura de que ya conocía lo que era el amor; aún no había podido ponerle un rostro que lo identificara y en el cual pensar cada vez que cerrara sus ojos, acariciada por aquella luz naranja que tanta calma le daba.
Intentando desesperadamente llamar la atención de su amado, Luna empezó a dejarle mensajes: cada noche se acercaba un poco más a la tierra, con la esperanza de que cuando ella durmiera, aquél ser luminoso notara que la marea había cambiado, y entonces él la buscara a ella; sintiendo en esa marea la fuerza y la desesperación del amor.
Pero ya era muy tarde, Luna ya era demasiado débil para poder mover el océano, sus días de vida estaban terminando.
El día veintisiete, Luna supo que todo era inútil. Concentrando toda la amargura que había recolectado durante su vida, lloró amargamente.
La gente que paseaba por el malecón aún cuenta la historia de aquella noche lluviosa, donde todos se sintieron tristes, y nadie supo por qué.
Todos dicen que cuando vieron la Luna desaparecer detrás de las nubes, se soltaron a llorar; sintiendo que la oscuridad que los invadía era demasiado grande.
Esa oscuridad no se fue cuando amaneció; porque aquél día la luz naranja que aparecía al comienzo de la jornada, no era tan cálida ni tan brillante como antes…