Movió su copa de coñac como ya era costumbre en él. La chimenea tenía un fuego muy agradable, y el crispar de la madera quemándose lo hizo sonreír.
Así, sentado en su viejo sillón, con una copa en la mano y sus nietos corriendo frente a él, era como siempre imaginó el momento perfecto. Así debería de haber sido toda su vida.
Sin prisa, giró su cabeza y miró por la ventana: era de noche, y se veía que afuera hacía frío.
Lentamente cerró los ojos y le dio un trago a su copa; el líquido se sintió cálido bajando por su garganta.
Cientos de recuerdos empezaron a pasar por su mente, mientras escuchaba antiguos sonidos, olía olores de antaño, y probaba comidas que pensó olvidadas para siempre.
Todavía con los ojos cerrados, no pudo evitar que una sonrisa se le dibujara en el rostro: era la sonrisa de una vida bien vivida; de una vida feliz y plena, de alguien que sabe que no le debe nada al mundo, y que el mundo se lo recompensa con un viejo y cómodo sillón, y una familia junto a la la cual sentarse.
Movió su copa de coñac como ya era costumbre en él, y sin darse cuenta, se quedó profundamente dormido.
Horas después, el fuego de la chimenea dejó de crispar.
Un pequeño niño bajó emocionado las escaleras, haciendo un ruido amortiguado por sus grandes pantuflas en forma de pies de oso.
El niño corrió hacia el árbol: por fin la larga noche había terminado; por fin podría abrir sus regalos. Volteó y miró a su abuelo, sentado en su sillón de siempre.
“¡Despierta, abuelito!, ¡feliz navidad!”
Los ojos del viejo no se abrieron; permanecieron eternamente cerrados, arriba de esa sonrisa llena de paz que sólo un anciano puede tener.