viernes, 18 de mayo de 2012

La reseña (parte III)

El estadio Azteca apareció frente a nosotros. Pocas veces en mi vida he tenido la certeza de que si fuera mujer, me estaría mojando en ese preciso instante; pero ésta fue una de esas veces.

Mi amigo, negándose a estacionarse dentro del Azteca, decidió manejar como unas 15 cuadras, hasta que encontramos lugar.
Todos estábamos demasiado emocionados como para quejarnos, anyway.

Caminando con prisa (porque todavía teníamos que hacer fila para entrar), emprendimos el camino de regreso. Las 15 cuadras más grandes que jamás se hayan caminado.

Por fin, estabamos a los pies del estadio que en un par de horas sería casa de uno de los Fab Four de Liverpool.

Lo que vimos entonces, estuvo a punto de hacernos llorar.
Las 15 cuadras que caminamos no eran nada en comparación de las miles y miles de cuadras por las cuales se extendía la fila para entrar al concierto. Resignados, las caminamos, tratando de encontrar una cara conocida para colarnos con ellos, y también un poco asombrados por la cantidad de personas felices por ver a McCartney.

Eventualmente, llegamos al final de la cola. Lo único que quedaba era esperar; y eso hicimos, porque la fila avanzaba estúpidamente despacio.

Alrededor de una hora después, cuando ya habíamos avanzado unos 20 ó 30 metros, algo pasó, y todos se echaron a correr. Aparentemente habían abierto más puertas o algo.
Corrimos desesperadamente, y alcanzamos la entrada, donde nos catearon 2 ó 3 veces, y después nos dijeron que nuestra puerta de acceso estaba del otro lado del estadio.

Sabiendo que no teníamos sillas numeradas, y que mientras más rápido subiéramos las rampas y escaleras, mejores lugares obtendríamos, volvimos a correr como si fuéramos perseguidos por negros violadores.

Debo confesar que una buena condición física nunca ha sido algo que pueda poner en mi curriculum, pero por unos momentos no me importó: estaba a punto de ver a un Beatle.

Cansados, faltos de aire y sudando, por fin llegamos a nuestros lugares. Bastante decentes, debo decir.

Una de las miles y miles de vendedoras de refrescos se nos acercó, y a regañadientes accedimos a darle cantidades obscenas de dinero a cambio de una preciosa preciosa bebida, la cual desapareció en cuestión de segundos.

Las siguientes horas pasaron en relativa calma, mientras observábamos como el estadio se llenaba más y más.

De repente, las luces se apagaron y más de cien mil personas gritaron con una sola voz.

Estaba comenzando.


Continuará...