Con una lágrima en sus ojos,
recogió lo que quedaba de amor en ese par de muñecos cansados y vencidos. Los
tocó con cariño y desempolvó esa esencia que él mismo les había regalado hacía
52 años; 52 años perfectos que los muñecos pasaron juntos, pero que hoy habían
terminado.
Una triste sonrisa recorrió su
rostro mientras tomaba la mano de los muñecos y las unía por última vez,
abandonando el cuarto de la pareja que ahora dormiría tranquila, eternamente
agradecida por ese regalo que él les había dado un martes lluvioso de otoño y
que por un tiempo le había hecho creer que por fin había creado algo que
duraría por siempre; aunque, como siempre, “por siempre” no había sido más que
un par de segundos para él.
Desde que tenía memoria, había
existido sólo para tratar de hacer felices a los demás, regalándoles a las
personas un poco de aquello que él era; y aunque no recordaba cómo había
empezado todo, a menudo le gustaba decir que todo comenzó la primera vez que un
hombre y una mujer se miraron de frente, a los ojos, y se abrazaron ya para
siempre.
A lo largo de sus eternos años
aquí, había tocado la vida de incontables personas, dándola una chispa de luz a
ojos antes nublados y siendo el padre de millones de mariposas con la molesta
costumbre de vivir en los estómagos y de provocar manos húmedas y lenguas
necias con cada aleteo de sus invisibles alas.
Miles de poemas, canciones y
sonetos habían sido compuestos en su honor, y nadie jamás habría sido capaz de
contar las horas de sueños a plena luz del día que él había logrado evocar en
la mente de hombres y mujeres que lo alababan con cada suspiro y cada latido a
destiempo.
Tantos logros y tanta gloria
habría sido suficiente para cualquier mortal: sociedades enteras le rendirían
tributo eterno y constante; y aunque su nombre se pronunciara diferente en cada
lengua de la humanidad; su rostro siempre sería el mismo.
Sin embargo, él jamás había
conocido la felicidad. Ni siquiera por un segundo, ni siquiera por un instante.
Estaba condenado a estar solo.
Estaba condenado a existir solo
por toda la eternidad, dándoles a los demás un poco de aquello que él era, no
como un premio ni como un regalo, sino como una forma de dejar de ser. De
desprenderse poco a poco de una existencia eterna en la que no conocería a
nadie como él; a nadie que lo acompañara ni que lo comprendiera.
Estaba destinado a entregarse a
cada pareja joven, a darle significado a la vida de los hombres afortunados y
de las mujeres hermosas; pero también estaba destinado a ver cómo esas parejas
jóvenes se marchitaban con los años.
Algunas veces su esencia le era
devuelta cuando las pasiones eran demasiado para los humanos y no sabían qué
hacer con tanto de él.
Algunas otras veces, las
mejores, su esencia regresaba después de muchos años de vidas compartidas y
felices; cuando simplemente los cuerpos dejaban de necesitarlo como dejaban de
necesitar el aire.
Sin embargo, había ocasiones en
las que sólo regresaba a él la mitad de lo que había entregado; y entonces
sabía que sólo una de las dos personas involucradas podría volver a conocer la
felicidad, mientras que él sería el responsable de que la otra mitad muriera en
vida, o viviera en muerte.
Estaba destinado a ver el tiempo
pasar mientras cada una de sus creaciones, concebidas con tanto esmero y
cariño, dejaba de existir y se convertía en tan sólo un vago recuerdo que
pronto se esfumaría en el aire.
Y él, seguiría ahí, entregándose
con una esperanza de niño en cada pareja de manos que juntaba cálidamente,
esperando, ahora sí, ser parte de algo que durara por siempre; aunque, como
siempre, “por siempre” no sería más que un par de segundos para él...